A Eddy Campa, donde quiera que esté.
No ser nadie más sino tú mismo, en un mundo que está haciendo todo lo posible, día y noche, para hacer que tú seas alguien distinto, significa luchar la más dura batalla que cualquier ser humano pueda enfrentar, y nunca dejar de luchar.
e.e.cummings
Conocí a Eddy Campa una tarde del verano de 1996, en el apartamento de aquel amigo, cuya salud cada día empeoraba. Allí, entre un grupo de amigos, se encontraba también el poeta Jorge Valls, católico práctico y, sobre todo, gran ser humano práctico, quien se disponía a dirigir el rezo del rosario en busca de esa medicina providencial a la que se acude cuando ya la de la ciencia no sirve para nada, como rezaría, a la inversa, ese cantar de Machado. Todo estaba listo para empezar, cuando de repente, con el mismo silencio que siempre anunciaba su presencia, hizo su aparición un hombre de mediana estatura, medio tiempo, mulato y achinado, con su inseparable pipa, esta vez en la mano. Algo perplejo, al ver a los presentes en esa posición en la cual sólo concebía a los feligreses, a quienes iba a venderles joyas en las iglesias, es decir, fantasías, retrocedió. «No sabía nada de esto», dijo; «regreso luego, mientras tanto voy a comprarme un tabaco». Entonces Valls lo interpeló: «¿y por qué en vez de echar humo, no echas unas oraciones por la salud de tu amigo y luego te vas a comprar el tabaquito?». Vacilo por un instante; pero tímidamente se fue acercando hasta sumarse al grupo de neófitos en estos menesteres de la espiritualidad, que yacían de rodilla en el piso de la sala. De esta forma, Leandro Eduardo Campa, más cerca de Buda, Lao Tzu y Arcadio, el Babalao de Guanabacoa, que del Papa, San Ignacio de Loyola y el Padre Las Casas, tuvo, por la vida de su amigo, su primer encuentro con el otro rostro religioso de su nación.
Una vez terminado el rezo del rosario, nos sentamos a conversar. Eddy -como le llamaban sus amigos- sacó de su bolsillo un manojo de papeles estrujados y empezó a leernos un fragmento de una novela que estaba escribiendo, en la que hacía gala de sus dotes imaginativas, por lo que pude darme cuenta de que estaba ante la presencia de un escritor, quise decir, un buen escritor. Por desgracia, el manuscrito de esa novela, al igual que muchos de sus escritos, se perdió con el tiempo a causa de su azarosa vida. Eddy Campa era un homeless (desamparado) y su alcoba, por aquellas noches, un carro abandonado en la zona de La Pequeña Habana, en Miami.
A partir de ese día, tuve la oportunidad de ver y conocer más a Eddy Campa. Por aquel entonces, yo estaba desempleado y visitaba a menudo la biblioteca Hispánica (su cuartel intelectual) en La Pequeña Habana (su territorio existencial). En la entrada de la biblioteca nos poníamos a conversar de literatura y, especialmente, de poesía. Mientras hablábamos de ciertos poetas que nos eran afines, como Cavafis, Vallejo, Blake, etc., Eddy recitaba uno que otro verso de tal poeta. Así fui testigo de otro de sus dones: el de buen declamador. Y no digo buen lector ya que el acostumbraba a recitar sus versos -así como los de otros poetas- de memoria. En efecto, esos versos, lo mismo que fragmentos de novelas y cuentos y frases de escritores y pensadores, eran sus plenos poderes, los cuales guardaba en su memoria como en una caja fuerte, para así convertirse en uno de los hombres más rico de su tiempo. Por supuesto, siempre fue excluido de las listas anuales de la revista Forbes, pues Eddy era un rico original, con un concepto de la riqueza que no era compatible con el del status quo. Según Eddy, la mejor posesión material era no poseer nada; el hombre más poderoso, el que tenía más poder sobre sí mismo; la mejor vida, la que se vive a imagen y semejanza de uno mismo; y la mejor muerte, la que se va conociendo y dejando de temer en vida. Como el Eclesiastés, él creía que en la vida todo es vanidad de vanidad y correr tras el viento.
No obstante, en Eddy aún latía un credo: el de la trascendencia de la obra literaria. Era uno de los pocos poetas y escritores que en estos tiempos postmodernos hablaba de la trascendencia de la poesía, sin el más mínimo asomo de escepticismo. Escuchar a este eremita de la literatura me devolvía la fe en la grandeza de ser un vate, rescatándome, en las oscuras manos del olvido, de los detractores de la poesía, entre los que ya figuran escritores (algunos ex poetas o poetas a media). Eddy me hacía ver el valor de la obra literaria más allá de las gestiones publicitarias en las que participan actualmente muchos poetas. Me ponía como ejemplo los casos de poetas postergados como Emily Dickinson, Pessoa y Cavafis. Entonces, con la fe recobrada, me sentía orgulloso de haber sido elegido para dar a luz otra revelación. Volvía a creer en la utilidad de la poesía. Eddy Campa, viviendo en la decencia del oficio, nos hacía recordar que ni la falta de talento en relaciones públicas, ni la pusilanimidad en la guataquería, constituían obstáculos para un poeta, pues prevalecería el valor de la obra en su futuro hallazgo, por encima del éxito y las publicaciones logradas.
Eddy Campa fue una especie rara de su tiempo, miembro de un linaje de poetas prácticamente extinto. Uno de esos pocos conocidos que optan por vivir con la señal de Caín en su frente, tal como lo define Herman Hesse en Damián: Para el Mundo, nosotros los marcados con ella, habíamos de pasar por hombres extraños, o incluso locos y hasta peligrosos. Nuestra labor era constituir en el Mundo una isla, quizá un ejemplo, cuando menos, una distinta posibilidad. Éramos hombres que habíamos despertado o despertábamos, y nuestra aspiración era llegar a una vigilia aún más perfecta, mientras que la aspiración y la felicidad de los demás estribaba en ligar cada vez más estrechamente sus opiniones, su ideales y sus deberes, su vida y su fortuna, a los del rebaño.
El había hecho pleno uso de su libre albedrío para andar su propio camino, por eso encaraba los desmanes que le deparaba su vida, con impecable estoicismo. Nunca llegó a mi percepción un hálito lastimero -ni de resentimiento- de su parte, a pesar de que su pasado estuvo marcado por el infortunio (colectivo, claro está) causado por el esperpento político cubano. Mas estos trazos de su semblanza llegaron a mis oídos por boca de sus amigos. Pude conocer que a los quince años fue hecho prisionero en una de aquellas redadas policiales contra hippies, que tuvieron lugar en La Habana de fines de los sesenta. También que cuando trabajaba como profesor en un instituto tecnológico, fue expulsado del mismo y obligado a trabajar en la construcción por portar un resguardo de santería, el cual se le había caído ante la mirada del delator en la cátedra de marxismo. Más adelante, fue detenido por la Seguridad del Estado y encarcelado por enviar su poemario Calle estrella y otros poemas a un concurso en Venezuela.
Pero el lado transparente del azar llegó a sonreírle a Eddy, como le sucedió en 1980, cuando se le presentó la oportunidad de escapar de la pesadilla cubana a través del éxodo del Mariel. Entonces fue a parar a casa de un tío en New York. Y un día en que este cubano exiliado sintió el peso de la nieve triturándole lo más recóndito de su espíritu caribeño, en la ciudad de unos 21 millones de habitantes, por obra y gracia de la casualidad o la causalidad, se encontró con aquel amigo de antiguas batallas en Cuba en una estación del subway: el poeta Rafael Bordao. Y así estos dos poetas, ambos expulsados de la Universidad de la Habana y de la Brigada Hermanos Saíz, y condenados al ostracismo en su isla, pudieron destronar la frialdad norteña, no sólo con recuerdos compartidos, sino también, como de costumbre, con poesía. Más tarde el centro sur del país le dio la bienvenida al poeta. Y fue allá, en Texas, en donde Eddy tuvo An Affair to Remember. Uno de sus más allegados amigos me contó que en cierta ocasión dejó de verlo por un tiempo, y cuando ya pensaba que le había sucedido lo peor, se lo encontró en Puerto Rico, cruzando una callejuela de El viejo San Juan. Por último, este cubano sintió la perentoria necesidad de viajar a su semilla. Y donde más cercana se encontraba era en esa Cuba que se marchó de Cuba, a algo más de noventa millas. El lugar donde la mayoría de los cubanos exiliados terminan viviendo (y muriendo): Miami.
Una vez Eddy desapareció de mi vista durante varios días. No lo veía ni en la biblioteca, ni en el parque de La Pequeña Habana en la 8 avenida y la 3 calle del SouthWest, donde acostumbraba a sentarse por la tarde. Acudí a casa de nuestro amigo común: el poeta Néstor Díaz de Villegas, en donde nos reuníamos, de vez en cuando, en improvisadas tertulias. Néstor me dijo que hacía unos días que no lo veía. Pero al poco tiempo me lo encuentro, mientras manejaba por La Pequeña Habana. Se montó en mi carro y me dijo: «estuve encerrado en casa de un amigo escribiendo un libro de poemas. Fue algo que me salió de pronto; una catarsis que por fin le llegó su hora». Ese libro era su testamento miamense: Little Havana Memorial Park. Un poemario que, aunque aparentemente lo conforman poemas independientes, se lee como una sola pieza, dada su consistente unidad formal y temática. Los protagonistas de este libro son las gentes con las que el poeta compartía su mundo marginal en La Pequeña Habana. En sus páginas, Campa usa como punto de partida Spoon River Anthology, del poeta norteamericano Edgar Lee Master, quien develó la memoria inédita de un pueblito norteamericano revelando con epitafios las vidas secretas de varios de sus «honorables residentes». Sin embargo, si en la obra del norteamericano tenemos que leer cada uno de los epitafios para al final conocer la otra historia de este pueblo, oculta tras el velo del puritanismo norteamericano, en la del cubano nos enteramos con un solo epitafio –que lo constituye el libro en su totalidad-, del conjunto de vidas entrelazadas por un hecho común: la marginalidad. Si Master nos revela el rostro oculto de un pueblo ante los ojos de la hipocresía, Campa nos revela el rostro visible de un pueblo ante los ojos de la indiferencia. En Spoon River Anthlogy, Master entierra a todos sus personajes en el cementerio que está en la colina, y es a partir de la muerte cuando comienzan a nacer sus otras vidas: ¡han perdido sus máscaras! Por su parte, en Little Havana Memorial Park, los personajes de Campa siguen viviendo sus muertes en ese barrio de La Pequeña Habana, que es el cementerio de estos vivos: Todos, todos estamos en Memorial Park.
Le llegó por fin a Eddy su entrada en la palestra pública. Gracias a la ayuda de amigos, que lo conocían de su época en Cuba, como Benigno Dou y Néstor Díaz de Villegas, se publicó Little Havana Memorial Park. Este libro, junto a Vicio de Miami, de Néstor, y Ciudad mágica, de Esteban Luis Cárdenas, vino a formar parte de una naciente temática de Miami en la poesía. Los tres son paradigmas de un Miami marginal; pero el de Campa, más autobiográfico y testimonial, en cuya voz convergen coralmente las voces de los otros, se acerca más al lado humano de esa marginalidad, exponiéndonos sus polos opuestos: el amor y el desamor, la amistad y la traición, la bondad y la avaricia…
Recuerdo un día que vi a Campa por el Downtown de Miami, mientras vendía sus joyas fantásticas(o, más bien, escribía ese manual de estafas que nos legaría), y nos pusimos a conversar. En medio de la conversación me preguntó: «¿tú crees que este libro se quede?». Le respondí: «sí, porque además de estar bien escrito, logra poner el mundo marginal de una localidad en un contexto universal, gracias a su hondo contenido humano. Entonces, con su característico hablar pausado, me dijo: «para mí este libro, por encima de todo, es un libro de amor». Comprendí así la importancia redentora que para Campa tenía su obra: era su homenaje a ese mundo de olvidados al que le había dado voz.
Tuvo su libro un merecido reconocimiento, como siempre, por parte de unos pocos que en esta ciudad sí saben valorar la buena literatura -incluyendo la poesía- y se diferencian de esos otros que esperan a que un escritor local le otorguen un prestigioso premio internacional, o reciba el elogio de una autoridad literaria, para integrar la comparsa de aduladores que abruman con evidentes panegíricos. Eddy Campa nos brindó una memorable presentación en La Feria Internacional del Libro de Miami en 1999, en la que rompió con el convencionalismo de las presentaciones, recitando sus poemas de memoria, con la calidez de su voz estentórea y haciéndonos reír con anécdotas de sus andanzas por Little Havana Memorial Park.
Fue en el otoño del 2001, durante la presentación de la revista literaria El Ateje en una galería de Coral Way, que vi al poeta de La Pequeña Habana por última vez. Me contó que estuvo padeciendo de una infección renal que lo mantuvo en el hospital durante varios días. Luego sucedió lo que todos ya sabemos: su desaparición física. Lo buscamos por todos los escondrijos que frecuentaba. Tratamos de averiguar con algunos de los personajes de su libro, quienes estuvieron siempre más cerca de sus pasos que sus amigos escritores. Incluso, se contactó a la policía y demás autoridades pertinentes; pero no se halló rastro alguno de su paradero. Muchos creemos que está muerto, teniendo en cuenta su mal estado de salud.
Irónicamente, este Diógenes del barrio, que sólo le pedía al alcalde de turno que no le demoliera el quicio de sus atardeceres, en donde esperaba a su amada Mirtha Miraflores, y que aprendió a conocer la muerte mejor que nadie en el cementerio de los vivos, nos dejó en suspenso, sin el testimonio final de sus días. Su poesía la escribía su vida misma, para luego transcribirse en el papel, si las circunstancias lo permitían. Acaso el misterio de su desaparición fue su último poema. Acaso tenía que suceder de esta forma para dejarnos con la esperanza de la vida, o, tal vez, con esa incertidumbre que nos prohíbe escribirle un epitafio, pues él con su obra ya se había encargado de hacerlo. Yo, sin una tumba donde encontrarlo, sin el más leve rumor de sus cenizas, prefiero verlo vivo en mi memoria, vagabundeando, como siempre, con la poesía a cuestas.