NOTA:
Desde que supe de La Revolución Francesa, en mi clase de historia cuando estudiaba en una Secundaria Básica de La Habana Vieja, siempre tuve un creciente interés en la historia y los hechos que produjeron en Francia, la abolición de los reyes y el advenimiento de la república. Entre tantas páginas leídas sobre este tema, nada me ha afectado tanto como la carta de despedida que María Antonieta, le envió a su cuñada en víspera de su muerte. Esta es una de las cartas más conmovedoras que yo recuerde haber leído… Desafortunadamente esta carta nunca llegó a las manos de la hermana del rey, fue interceptada por la policía y entregada a Ropespierre, que a la sazón era el hombre más temido de la Revolución, por su excesiva severidad y su sanguinario terrorismo, apodado por su imperioso carácter como «el incorruptible». El rigor que mantuvo durante su dirección en el Comité de Salvación Pública, había enviado a la guillotina a miles de obreros, campesinos, intelectuales, aristócratas, científicos, políticos, curas, etc.; pero en 1794, los eventos de la Revolución dan un giro, y la Asamblea Constituyente lo acusa de tirano, y lo declarar a él y a su grupo fuera de la ley, y esa misma noche lo arrestaron y al día siguiente (sin hacerle juicio) fue guillotinado con 21 de sus seguidores…
¿Pero de qué acusaban a Maria Antonieta? De haber malgastado las finanzas del pueblo en lujosas fiestas, en juegos y compras de joyas, de ser indiferente a los problemas concerniente a la población hambrienta, a la falta de pan, etc.; pero la peor acusación fue la de haber tenido relaciones incestuosas con su hijo, algo verdaderamente falso, asqueroso, impropio de una reina y mucho menos de una madre. En la prisión de El Templo donde en un principio recluyeron a la familia real, le negaron muchas veces el agua potable, obligándola a que tomara el agua contaminada del río Sena que se filtraba por las viejas cañerías de esa prisión medieval. Meses después los reyes fueron llevados (cada uno por separado) a la cárcel de La Concergerie, en donde se había instalado el Tribunal Revolucionario, que decidía quien debía morir en la guillotina y quien no; Este traslado de la reina para ser juzgada era alarmante, porque casi nadie en aquellos días de alboroto social (1793-1795 conocido como El Terror), logró salir en libertad de aquel inquietante edificio; por tal razón se le consideraba la antesala de la muerte.
Un biombo era todo lo que separaba a la reina de los crueles y desatentos carceleros, que la observaban las 24 horas del día, martirizándola y burlándose de ella negándole ropa limpia para cambiarse. Y en estas condiciones, la pobre María Antonieta, mantenía su honor, a pesar de carecer de privacidad, incluso hasta cuando tenia que atender las necesidades más perentorias del cuerpo. Cuando su esposo, Luis XVI, fue llamado temprano en la mañana del 21 de enero de 1793 para ser guillotinado, no quiso despedirse ni detenerse en la reja donde habitaba la reina, para no ocasionarle más dolor del que ya tenía; pero cuando María Antonieta oyó los cañonazos que anunciaban la muerte del rey, se estremeció de tormento y se dejó caer al suelo llorando sin consuelo: sabia que su esposo, el rey de Francia, ya había sido decapitado. Unos meses después le tocó el turno a ella, cuando un temerario hombre (Charles Henri Sansón) entró en su celda con una tijera para cortarle su larga cabellera; era nada menos que el verdugo de París, el hombre que había decapitado a Luis XVI, aunque se dice que se negó a cortarle el cuello a la reina, y dejó que su hijo (también verdugo) lo hiciera. Esa mañana Maria Antonieta se arregló lo mejor que pudo, con los ajados vestidos que le habían dejado pasar a su celda, y la montaron en una carreta descubierta, donde generalmente llevaban a los notables criminales de París; mientras el carretón de madera tirado por un burro se dirigía a la Plaza de la Revolución (hoy La Plaza de la Concordia), donde estaba instalada la temible y paralizante cuchilla de metal, la gente le gritaba insultos, la llamaban austriaca despectivamente, otros le tiraban objetos, escupían, bailaban, bebían con un odio perturbador jamás visto en Francia. Todo el mundo se asomaba por los balcones, por las ventanas, muchos se subían a los techos para ver pasar a la reina, parecía que nadie podía creer aquello que estaban viendo, y sin embargo, aquel populacho furioso y enfermo de odio y envidia, de pronto enmudeció al ver que la reina llegaba a su destino, tranquila y silenciosa, sin perder su dignidad de reina, había soportado con paciente estoicismo, todas las ofensas y humillaciones de aquel vulgo salvaje e inculto…. Alguien le extendió el brazo para ayudarla a subir a la plataforma, y ella se negó y subió sola los escasos escalones que la conducían al cadalso, pero se le cayó un zapato, y sin querer pisó al verdugo, que ya la esperaba para acostarla boca abajo en la camilla, pero antes se disculpó diciéndole, que la perdonara, que no lo había hecho adrede…
Saludos.
TESTAMENTO DE S.M. MARÍA ANTONIETA, REINA DE FRANCIA
«Es a usted, hermana mía, a quien yo escribo por última vez. Acabo de ser condenada, no exactamente a una muerte honrosa, si no a la de los criminales, pero tengo el consuelo de que voy a reunirme con vuestro hermano, inocente como él, yo espero mostrar la misma firmeza que él en sus últimos momentos. Estoy tranquila porque la conciencia no tiene nada que reprocharnos, tengo un profundo dolor por abandonar a mis pobres hijos, usted sabe que yo no vivo más que para ellos, y usted, mi buena y tierna hermana, usted que por su amistad ha sacrificado todo por estar con nosotros, en qué posición la dejo! Me enteré por los alegatos mismos del proceso que mi hija ha sido separada de usted, ¡Dios Mío!. A la pobre niña no me atrevo a escribirle, ella no recibiría mi carta, ni siquiera sé si Ésta le llegará a usted, reciba por medio de ésta, para ellos dos mi bendición. Espero que un día, cuando ellos sean mayores, se podrán reunir con usted, y recibir por entero las atenciones de ellos, que ellos piensen en mí y que no deje yo de inspirarles, que los principios y el cumplimiento exacto de sus deberes sean la base fundamental de su vida, que su amistad y su confianza mutua, les sean venturosos, que mi hija sienta que por su edad debe ayudar siempre a su hermano por medio de los consejos que la experiencia le habrá dado a ella más que a él y que la amistad entrambos lo puedan inspirar, que mi hijo a su vez, le brinde a su hermana todas las atenciones, los servicios que la amistad pueda inspirar, que ellos sientan que, en cualquier posición en la que se puedan encontrar, les será verdaderamente de buenaventura, que por su unión ellos tomen ejemplo de la nuestra y también de nuestras desgracias, nuestra amistad nos ha dado consuelo, y en la alegría nos ha traído doblemente felicidad cuando uno puede encontrar un amigo y ¿Dónde se pueden encontrar los mejores y lo más queridos que dentro de su propia familia?.
Que mi hijo no olvide jamás las últimas palabras de su padre, que yo le repito expresamente: “Que no busque jamás vengar nuestra muerte”. Tengo que mencionarle a usted algo muy doloroso para mi corazón, sé muy bien que este niño le ha causado a usted mucha pena, perdónelo, querida hermana, piense en la edad que él tiene y también lo fácil que es obligar a un niño a decir cosas que no conoce y que ni siquiera comprende, vendrá un día, espero, en que él no tendrá más que corresponderle a usted con todas las recompensas posibles por vuestras bondades y ternuras para ellos. Me queda confiarle a usted mis últimos pensamientos, yo quisiera haber escrito desde el principio del proceso, pero no se me permitía escribir, la marcha ha sido tan rápida que ya no me dio tiempo.
La Reina María Antonieta es sacada de la Conciergerie para ser llevada al lugar de su ejecución
Muero dentro de la Religión Católica, Apostólica y Romana, en la religión de mis padres, en la cual fui educada y que siempre he practicado, no teniendo ningún consuelo espiritual, ni siquiera he buscado si hay aquí sacerdotes de esta religión, a los otros sacerdotes (constitucionales) si hay, no les diré mucho. Pido sinceramente perdón a Dios por todas las faltas que yo haya cometido en mi vida. Espero que en su bondad Él tendrá a bien recibir mis últimos votos, ya que los hago después de mucho tiempo para que Él reciba mi alma en Su misericordia y Su bondad. Pido perdón a todos aquellos que conozco, a usted, hermana mía, en particular, por todas las penas que, sin querer, le haya podido causar, perdono a todos mis enemigos el mal que me han hecho. Aquí, digo adiós a mis tías y a todos mis hermanos y hermanas, a mis amigos, la idea de estar separada para siempre y sus penas son uno de los más grandes dolores que les doy al morir, que ellos sepan, al menos, que justo hasta mi último momento yo pensaré en ellos.
Adiós, dulce y tierna hermana, espero que esta carta llegue a sus manos! Piense siempre en mi, la abrazo con todo mi corazón al igual que a mis pobres y amados hijos, ¡Dios Mío! Que doloroso es dejarlos para siempre. ¡Adiós, Adiós! Me voy para ocuparme de mis deberes espirituales, pues como no soy dueña de mis acciones, me acompañará un sacerdote (constitucional) pero yo protesto aquí que no le diré una sola palabra y que lo trataré como a un absoluto extraño”.
(La carta testamento, dirigida por S.M. la Reina María Antoieta a su cuñada Madame Isabel, nunca le fue entregada a la Princesa Real, pues fue interceptada y entregada a Robespierre. Estuvo desaparecida hasta el año 1816, en el que salió a luz con motivo de la restauración borbónica en Francia bajo Luis XVIII.)